viernes, 20 de mayo de 2011

Un dia después de mi muerte

Eterno despertar

Todos los días al despertar tengo la costumbre de acariciar mi cabeza, agarrar las cobijas de mi cama y apretarlas más a mi cuerpo para evitar el insoportable frio de las madrugadas. Estiro las piernas y los brazos hasta sentir la sensación de haberme librado de aquella deliciosa y placentera somnolencia. Mientras observo el techo de mi habitación, divago entre la decisión de continuar un rato más en la cama o renunciar a su placer. En más de una ocasión ha ganado la primera opción. En otras, a duras penas, logro dar la bienvenida al nuevo día que se avecina.

Esta mañana, sin embargo, no ocurrió de la misma manera. No sentí la apertura de mis parpados pero sí logré sentir mi llegada a la luz, luz nítida y cálida que se avecina por la ventana de mi cuarto.  Como era de costumbre, sentí el deseo de acariciar mi propia cabeza con mis manos, pero no lo hice. Mis piernas y brazos se negaron a estirar como todos los días. El frio devastador de las mañanas no se asomó esta vez. Únicamente se asomó la sensación extraña de no concebir nada. No sentí las cobijas que todas las noches abrazan mi cuerpo. Tampoco el ánimo de estar un rato más en la cama. Ni siquiera aprecié mis parpados que al abrir siempre desean volver a cerrarse.

Llevo 3 horas pasmada en el mismo lugar y lo único que he podido hacer es percibir lo único que tengo: la imagen de un cuarto despojado y solitario. Estupefacta procuro asimilar el hecho de no tener nada.  Mis cosas han sido desalojadas, todas mis pertenencias ya no están, y aunque parezca increíble, ni siquiera tengo un cuerpo que abrigue mi alma. Lo  único que logro percibir es mi propio espíritu.

Sólo sensaciones de tristeza y dolor abrigan mi ser, melancolía de no poder expresar en una lágrima el llanto profundo de mi alma. ¡Como extraño mi cuerpo! Como extraño aquel frío de las madrugadas, aquel mismo frío que maldije todas las mañanas y que ahora es mi más aclamado deseo. Cómo extraño mis piernas, mis brazos, mi piel. ¡Cuánto quisiera despojarme de esta somnolencia maldita que no me deja superar la cruel realidad de mi muerte, y que en vida me cegaba de los hermosos amaneceres de las mañanas!

La escritura y yo

Exquisita receta

Ver la página en blanco en el PC de mi escritorio me recuerda a la blanca leche que tomo todas las mañanas.  Aunque no parezca, tomar leche y escribir tienen mucho en común, más de lo que yo me imagino.
Antes de tomar leche debo asegurarme de que esté lo suficientemente caliente como para darle buen sabor de boca a mis sentidos. Muchas veces esto requiere de tiempo, más, cuando aquel fogón grande de mi estufa no está disponible. Cuando no cuento con aquél maravilloso fogón, debo resignarme a observar el blanco cremoso de mi leche casi caliente dentro del recipiente por un prolongado tiempo hasta que este perfecto para digerir. Tristemente, la sola leche caliente, no es suficiente para deleitar mis sentidos, debo agregarle cierto contenido dulce y expresivo para llenar de color aquel color blanco aburrido sin nada que decir. -Le hacen falta cereales- pienso- Que sean cereales de chocolate. Con el tiempo, a medida que voy revolviendo, el sabor a chocolate se va acentuando y así mejorando su delicioso sabor.
Durante la escritura, siempre debo tener un buen fogón a mi alcance. Sea pequeño, grande, mediano, pues de ello dependerá la cantidad de tiempo que estaré observando aquella hoja blanca de mi escritorio. Si mi inspiración se encuentra a fuego lento, me demoraré más de lo normal, si la tengo a fuego alto, será en cuestión de minutos que las negras letras comenzaran a invadir mi PC. No hay duda que muchas veces aquel fogón mágico se avería y termino tomando una leche fría poco exquisita para ser consumida. En otras ocasiones la leche esta tan deliciosa que genera en mí el deseo de calentar más. Sin embargo, tener el fogón de inspiración alto y la leche caliente sin compañía es como tener una muy buena idea pero nada de palabras en el papel, inexistente. Y ahí, es cuando entra en juego las dulces y achocolatadas letras de mi caja interior. Comienzo con un poco, pruebo, luego otro poco, de nuevo pruebo, y así hasta hacer de mi blanca y aburrida leche un delicioso y exquisito escrito para compartir.

Una historia de mi prehistoria

Desempleado

 Desde que contrajo matrimonio, Augusto no hace más que pensar en la mala situación económica que lo rodea. Ahora tiene nuevas responsabilidades por las cuales responder, la alimentación de su hijo, la felicidad de su amada esposa, pagar los servicios públicos, los impuestos… Como al parecer el titulo de contador y sus excelentes notas no le alcanzan para convencer a las empresas de su buen desempeño laboral, se siente obligado a derribar el orgullo y trabajar como taxista nocturno en las oscuras calles de Bogotá.

El ser taxista le ha permitido conocer lugares remotos de la ciudad y también observar la calidad de vida que se manifiesta en las oscuras noches. Parecen murciélagos aquéllos que sólo salen bajo la luz de la luna: ladrones, prostitutas, borrachos, ambulantes, drogadictos… Todo ello reunido por montones. Augusto procura no tomarle mucha atención a lo que ocurre a su alrededor mientras transita por las calles. Todas las noches antes de comenzar el trabajo, se asegura que la radio esté en perfectas condiciones, pues sin ella, no le sería posible distraer su mente de tan aberrantes escenas.

Una noche, Augusto es detenido por un sujeto que no logra sostener su propio cuerpo, sus piernas se tambalean de un lado a otro y su cabeza parece tener más peso que su propio maletín. Es un sujeto de tez morena, viste una corbata azul celeste no muy atractiva para el gusto de Augusto. Bastante desarreglado el nuevo cliente, su corbata celeste le cuelga como lengua de perro y parece que a su fina camisa le faltan unos cuantos botones por ajustar. Al entrar este personaje al taxi, Augusto percibe un olor tan característico de personas como aquél, que en tan sólo un instante sabe con quién le tocará lidiar esa noche. Augusto, en sus entrañas, maldice aquélla bebida embrutecedora de almas. Sin embargo procura ser amable, sabe muy bien que en más de una ocasión ha caído en los tentáculos finos y placenteros del licor. Calle 145 con quinta es la dirección que el sujeto de tez morena le indica con dificultad.

Durante la trayectoria, Augusto logra entablar conversación con el sujeto a pesar de su estado. No acostumbra a hablar con borrachos, pero aquél sujeto era particularmente diferente, no sabía si era de esos borrachos que suelen ser bastantes simpáticos con las personas, pero en ese instante lo era. Mantuvieron conversación de sus familias, de la situación económica, de los políticos corruptos… en fin, Augusto no entendía cómo lograron mantener una conversación tan complaciente en tan corto tiempo. Sin embargo aquel momento de risas, se convierte en un momento de amargura para Augusto cuando un repulsivo olor invade el pequeño auto amarillo. En ese instante, perturbado gira su cabeza y observa lo que efectivamente se genera cuando a un  borracho le produce náuseas en un carro y no tiene talegos a la mano. Sólo maldiciones se le pasan por la mente, pero jamás se imaginó que aquél movimiento de cabeza al volante, le sería fatal tanto para él como para aquél hombre de corbata celeste y tez morena: Junto con otro sujeto que se encuentran frente a frente, lata con lata, salen volando por el cielo entre carcasas destrozadas y motores arruinados. Al cerrar sus ojos, Augusto resignado le dice adiós a todo lo vivido.

Augusto se despide de la vida, pero la vida no se quiere despedir de él. Las secuelas de aquel trágico accidente cesan.

Tiempo después Augusto asiste nervioso a una entrevista de trabajo para desempeñarse como jefe contable en una de las empresas más prestigiosas de la ciudad. Nunca le interesó saber cómo el tal Germán Calderón Lozano, emisor de la carta, logró contactar con él. Lo único cierto es que aquella carta de empleo era de verdad, la tenía en sus manos, la podía palpar, releer, doblar, desdoblar. Estaba emocionado.  

Al entrar a la oficina del tal Germán Calderón, Augusto es atendido por un sujeto bastante particular. Era aquel hombre simpático de tez morena y corbata celeste, aquel hombrecillo de piernas tambaleantes y cuya cabeza le pesaba más que su propio maletín, el gerente de su futuro trabajo.

Semblanza

Caminante de vida

El rechinar de una puerta es suficiente para abrir los tiernos y pesados ojos de mi madre. Aquellos ojos oscuros y cansados que reflejan el color de su vida alegre y gris. Sin embargo no es la puerta la culpable de su despertar, fueron sus hijos que al no llegar temprano a casa, no permiten a mi madre descansar tranquilamente. Siempre angustiosa por los peligros que puedan llegarles a pasar, enciende el televisor para lograr alejar su mente de inconsolables pensamientos. A pesar de todas las largas noches que le hacen pasar sus hijos, siempre se levanta más temprano que el propio repartidor de periódicos. Siempre dispuesta y enérgica para entregar lo mejor de sí a la gente, a su familia, a sus hijos.

Tiene la costumbre de bañarse todos los días con agua fría para generar en su cuerpo la sensación de despertar a un nuevo día. Sin embargo, hoy, se siente un poco distinta. Nunca en su vida había sentido tan pesados los años acumulados en su espalda como hoy. El haber dejado su puesto de trabajo luego de haber trabajado 25 años continuos en la misma empresa la hacen sentir orgullosa y frágil a la vez. Frágil al pensar que los años no viene solos, frágil cuando se da cuenta que no le rinde de la misma manera como le rendía antes. Frágil al ver su puesto de trabajo ocupado por alguien recién graduado de la universidad. Pero más que nada orgullosa. Orgullosa de todo lo logrado en su vida, orgullosa de haber sacado adelante su carrera universitaria, orgullosa de haber conformado junto con el hombre que ama una hermosa familia llena de valores, orgullosa de su experiencia como madre, de sus vivencias, orgullosa de haber construido con sus propias manos un hogar digno para su madre.  

Pensar que mi madre nació en una familia de escasos recursos económicos, donde el almuerzo de cada día era aguapanela con arroz, donde el juego más entretenido dependía de su propia imaginación y una botella plástica vacía, me hace sentir profundo respeto y admiración hacia ella. La situación económica de su niñez nunca fue un pretexto para no tener una sonrisa en su rostro. Las picardías de mi madre y su hermana Erly hacían de los días, días felices, hacían de los pies descalzos, pies caminantes de vida.

Un juguete de mi niñez

Inocente condena

Lupita se encuentra sentada en la entrada de su casa, abraza fuertemente su nuevo peluche, un mico de tamaño mediano color café oscuro, ojos redondos y expresivos. Como tiene la costumbre de nominar con diminutivos a todo objeto cariñoso y peludo, ella no dudó en darle como nombre a su nuevo peluche: “miquitos” así como lo hizo con osito, popeyito y pajarito.  A partir de ese día su peluche preferido fue miquitos. Con el trascurso de los días esta preferencia se fue forjando en una hermosa relación madre-hijo.

Qué más puede pedir Lupita, tiene en sus manos un mico que se deja cambiar los pañales cuantas veces desea, se le puede quitar la camisetica blanca todas las mañanas para bañarlo y así alistarlo para el colegio. Su particular hocico le permite consumir tetero, chupón, y banano. En caso de no tener ninguno de los tres, se le puede ofrecer lápiz, crayolas, esferos, papel, plastilina, inclusive puede ofrecerle aquellas comidas verdosas y amarillentas de su madre. Sin embargo, Lupita intenta mantenerlo siempre limpiecito, por esta razón procura en no darle alimentos que le lleguen arruinar su hermosa pelusa.

Llega la noche y es hora de la cena. Lupita busca angustiada por los cajones de su casa comida para miquitos, no encuentra ni el papel, ni la plastilina, ni el lápiz, ni las crayolas, ni tampoco el esfero que acostumbra a darle de cena. Seguramente, el descarado de su hermanito los estará utilizando en trabajos poco importantes para ella. Lupita no quiere ver padecer a su amado miquitos. Por lo tanto el instinto de madre la obliga a preparar chocolate oscuro. No es difícil prepararlo. La receta consiste en dos tazas de tierra con un poco de agua helada. Ello es suficiente para colmar el hambre de Miquitos.

Durante la cena, Lupita se siente frustrada por la indecencia de Miquitos al observar su hocico totalmente manchado de tan deliciosa comida. Con su vestidito rosado intenta limpiarlo, como no lo logra lo regaña. De repente la cena se ve interrumpida por la voz de su madre – ¡pero mira que has hecho, Llevas tan solo unos cuantos días con él, y mira como lo tienes!- La madre rapta miquitos de los brazos de Lupita. Lupita con su mirada implora a su madre que no le vaya a regañar.

-   Tienes que aprender a cuidar tus juguetes- le dice su madre.

En seguida Lupita sigue los pasos de su madre, se dirigen justamente a la mesita de noche de su habitación. Observa que su madre agarra una cuchilla diminuta y filosa, y comienza a descocerlo poco a poco, hilo por hilo hasta formar un agujero. Un agujero más grande que su propio hocico. Lupita, ensimismada se cuestiona la actitud aberrante de su madre ¿Cómo es posible que realice acto tan macabro como aquel? ¿Es que no siente lo que él siente? ¿es que no siente las dolorosas cortadas que le está produciendo a su propio nietecito? Su madre es mala, muy mala, piensa Lupita. Más se sorprende cuando su madre saca del diminuto e inofensivo cuerpo de miquitos sus suaves algodoncitos blancos.  Lupita se pregunta en un lamentoso suspiro -“Mamá, ¿acaso me porté tan mal para que seas así de cruel con mi amado Miquitos?”-. Lupita apenas se limita a observar detrás de la puerta, cómo su inofensivo miquitos es destripado por las perversas manos de su madre.

Como si fuera poco, luego de que Miquitos fuera un mico robusto y redondito. Un mico simpático con pañales rojizos y camisetica ajustable, ahora es tan solo un trapo desaliñado y sin forma. Esto es inadmisible para Lupita, llora incansablemente. La última vez que Lupita contempló los dulces ojos de Miquitos, sucedió en el instante que fue devorado por una extraña y gigante maquina blanca.

Una lagrima en la mejilla de Lupita, fue la despedida para Miquitos.

Duraron así, dos días de tristeza y melancolía. Lupita no dirigía palabra alguna a su madre, prometió no hacerlo hasta que su pena cesara. Sin embargo su promesa da un giro cuando observa en su cama un Mico robusto y redondito, con pañales rojizos y camisetica ajustable, dispuesto a un nuevo cambio de pañales. Lupita emocionada lo agarra. Al apretarlo tan fuertemente, Miquitos exhala un olor a flores, un olor delicioso y acogedor que nunca había tenido jamás.

Luego de un claro silencio, Lupita le pregunta emocionada

-   ¿Tienes hambre?